martes, 21 de octubre de 2008

EL TRANSEÚNTE



Cuando llegó a aquella ciudad, lo primero que le llamó la atención fue que no podía acceder a ella con su vehículo. Habían habilitado un parking con una placa en la entrada en la que aparecía dibujado un gran muñeco verde, similar al de los semáforos.
En un principio le disgustó la idea de tener que dejar allí su coche aparcado, pero luego pensó que podía resultar agradable caminar por una ciudad exclusivamente peatonal.
Era temprano y a esa hora las calles estaban desiertas. A medida que las iba recorriendo, se daba cuenta de que eran más estrechas de lo normal y no tenían aceras. Habían sido sustituidas por rampas de subida o bajada. En una de ellas estuvo a punto de resbalar, debido a que el suelo estaba mojado por la lluvia caída durante la noche.
Pensó en lo peligrosas que eran esas calles. Parecían diseñadas por algún urbanista sádico con el firme propósito de que los ciudadanos sufrieran todo tipo de accidentes.
Se dio cuenta también de que no había edificios de varias plantas, como en su ciudad. Las viviendas eran casas bajas sin escaleras a las que se accedía por medio de rampas.
Al doblar una esquina, fue atropellado por un extraño sidecar que conducía un joven. El chico le dijo que tenía que mirar por donde iba, ya que estaba fuera de su zona. Después continuó su camino.
En un principio no entendió la recriminación del joven, pero al mirar a su alrededor, observó que habían pintado en el pavimento una franja verde discontinua por donde estaba obligado a caminar. Una señal como la del parking se lo indicaba.
Afortunadamente el percance no tuvo consecuencias para su integridad física y pudo continuar andando.
Le extrañó que no hubiera otras personas caminando por aquella ciudad.
Se fijó también en las tiendas y los establecimientos públicos. Tampoco tenían escaleras y las ventanas y las puertas eran demasiado bajas.
Por curiosidad entró en una cafetería. Al bajar la rampa de acceso, vio que en el salón había bastantes mesas. Muchas de ellas estaban vacías, pero no tenían sillas a su alrededor. Sólo en un pequeño espacio, al fondo del local, había dos sillas desocupadas con su mesa correspondiente. En la pared, detrás de esas dos sillas, figuraba una placa donde estaba escrita la palabra "reservado" junto al dibujo del muñeco verde.
Se acercó al mostrador para pedir su consumición. La barra tenía muy poca altura. Detrás de ella había un hombre sentado. Esperó un poco a que se levantara, pero no lo hizo. Pidió su bebida y se dirigió al fondo del local para ocupar una de las dos sillas vacías. Al pasar junto a otras mesas, se fijó en que los demás clientes estaban sentados en sillas diferentes a las dos que estaban desocupadas en el espacio reservado. Todos le miraban descaradamente. En muchas de esas miradas advirtió gestos de lástima hacia su persona. Se encontraba extraño en aquel lugar. Todo le parecía hostil.
Al salir de la cafetería sintió un gran alivio. El día era soleado y la temperatura invitaba a seguir paseando.
Vio a lo lejos una gran plaza donde había bastantes personas congregadas. Todos estaban sentados en sillas como las que ya había visto, por primera vez, en la cafetería. Vestían con trajes impecables. Le sorpredió que tuvieran, incluso, las suelas de sus zapatos relucientes.
Buscó un banco donde sentarse, pero no había. " Esto es el colmo -pensó-, una plaza sin bancos ".
Se empezó a poner nervioso. Notó que cuando pasaba junto a los corrillos de gente le miraban y cuchicheaban. Las mismas miradas de lástima se volvían a repetir.
Llegó a pellizcarse varias veces las mejillas, porque le parecía que estaba teniendo una pesadilla. Pero no, la situación era real. Él era un extraño en aquella extraña ciudad.
Entonces decidió encarar directamente el asunto. Se acercó a uno de esos corrillos y preguntó por qué en esa plaza no había ningún banco donde sentarse. Al oír su pregunta todos enmudecieron. Volvió a observar los gestos de lástima, ahora mucho más acentuados. Por fin, una de esas personas rompió el silencio y le dijo que aquella plaza no estaba habilitada para gente como él. No dijo nada, dio media vuelta y se marchó.
Cuando se alejaba en su coche de aquel lugar, leyó un gran cartel que decía: " Buen viaje, esperamos que haya tenido una estancia agradable en nuestra ciudad ".




2 comentarios:

fernusan@hotmail.com dijo...

Amigo Javier, tienes gran capacidad para darle la vuelta a las historias. Casi siempre, nada es lo que parece.

He trabajado en organizaciones de minusválidos y estos se enfrentan a numerosas barreras muchas veces más sociales que otra cosa. En tu historia esto está visto desde el punto de vista del transeúnte, el "normal" para a ser no-integrado.

Este cuento me recuerda a algunos relatos de la primera época de Juan José Millás, cuando escribía historias interesantes(porque ahora...),mejorando lo presente.

A ver cuando lo vemos en un stand en la Casa del Libro.

es dijo...

Como siempre, tus historias tienen varios "caminos" en las cabezas de quienes te leemos.
Por ej: me preguntaba: ciudad del futuro? el "distinto"? soledad absoluta sin poder establecer vínculos? pérdida de lo cotidiano?,etc,etc,etc
pero también: "nadie puede apartarse de las normas" ; esa ironía fina, sutil, profunda y desgarrante con que escribes y que pones acosando a tu protagonista y a quienes desean apartarse -aún lo mínimo- de las convenciones.

Es IMPERDONABLE que no haya andado "buceando" antes por aquí.

Un enorme abrazo, MAGNÍFICO escritor! Es un verdadero privilegio leerte.