martes, 14 de octubre de 2008

EL FABULADOR



Antonio Sevillano daba clases en un estudio de pintura. Aunque su trabajo no le disgustaba, porque era bastante creativo, lo que realmente le gustaba a Antonio era contar historias. Siempre que tenía ocasión, narraba anécdotas a sus alumnos. Éstos dejaban a un lado el pincel y se quedaban embobados escuchándolo.
Antonio tenía una imaginación portentosa; era capaz de inventar las historias más increibles.
Sus alumnos estaban encantados, porque además de aprender a pintar, escuchaban los relatos más sorprendentes que jamás habían oído. Al principio, Antonio contaba anécdotas que duraban cinco o diez minutos pero, con el tiempo, sus alumnos le fueron pidiendo que ampliara la duración de los relatos.
El profesor de pintura se hacía, casi siempre, de rogar. Le llenaba de orgullo que le pidieran contar historias y, con una actitud de modestia ensayada, comenzaba un nuevo relato para satisfacer a sus oyentes.
En poco tiempo, la fama de Antonio como narrador se extendió con la fuerza del canto de un gallo en la madrugada. Los alumnos fueron diciendo a sus amigos, familiares o conocidos que tenían un profesor de pintura que contaba unas historias increibles. Las clases se llenaron. No quedaba una sola plaza en la academia.
Cada vez que Antonio Sevillano entraba en el aula, se hacía un silencio expectante. El profesor cogía una banqueta y la situaba en el centro del estudio, y como un predicador que sabe que sus palabras van a causar un efecto hipnótico en sus discípulos, lanzaba por su boca de hechicero frases que hacían esbozar sonrisas de felicidad a su audiencia.
Las historias eran de lo más variopinto; hablaba de poetas desorientados que vagaban por el mundo en busca de la ansiada inspiración o de miembros del cuerpo humano que hacían una huelga en contra de los duros trabajos a los que eran sometidos por el cerebro, y también de abogados respetables que por la noche se convertían en asesinos o de animalillos del bosque que se ponían de acuerdo para dar su merecido a un lobo abusón.
Algunos alumnos, inspirados por los relatos de Antonio, hacían bocetos de escenas o dibujos de los protagonistas de las historias. Otros, cerraban los ojos e intentaban imaginar los lugares y personajes que describía el narrador.
La academia se convirtió en una fábrica de imágenes inéditas inspiradas por el peculiar profesor.
Un día, Antonio entró desorientado al estudio. No parecía reconocer a sus alumnos. Éstos, en seguida notaron el desconcierto del maestro y se miraron unos a otros sin saber qué hacer.
De repente, el fabulador comenzó a decir frases inconexas. Se acercó a la mesa de las herramientas y cogió unas tijeras cuyo filo brillaba amenazador en el aire. Varios alumnos intentaron detenerlo, pero ...


- Señor Sevillano, señor Sevillano ... ¿es que no me oye?
-¡Ah! Sí ... perdón, señor director. Estaba distraido.
-Usted siempre está distraido, tiene la cabeza en las nubes. ¿Ha terminado los informes que le pedí?
- Pues ... el caso es que los estaba ultimando.
- No sé que voy a hacer con usted. Lleva toda la mañana para redactar esos malditos informes. Los quiero dentro de quince minutos, ¿me oye?, ¡quince minutos!

1 comentario:

fernusan@hotmail.com dijo...

muy bueno, amigo. No te esperas el final para nada, así que sorprende.
Creo además que tratas muy bien el tema de la esquizofrenia, o eso me parece a mí (será que el esquizofrénico soy yo?).

Queremos más!